El
deseo de controlar la mente del otro es tan antiguo como el hombre. En todo
este tiempo se han desarrollado técnicas de lavado de cerebro muy variadas.
Algunas de las formas más crueles son: la tortura y el acoso psicológico. Pero
también hay otras formas más sutiles: publicidad y educación. Una actúa en
beneficio de la otra.
La
educación encuentra la diana más fácil en las mentes jóvenes. Su objetivo es
forjar ciudadanos para que mejoren su poder adquisitivo y también inculcarles
una buena predisposición a consumir. Del resto se ocupa la publicidad que
promete un poco más de felicidad con cada compra.
La
manipulación de ideales y principios que consigue el tándem formado por
educación y publicidad es poderoso y duradero. No nos sentimos amenazados por este
lavado de cerebro sigiloso y lo permitimos. Tenemos una imagen de nosotros
mismos como seres libres con unas creencias difíciles de cambiar. Nos gusta
pensar que nuestras mentes son sólidas en invulnerables y que podemos decidir
quien nos influye y quien no. Pero nada más lejos de la realidad. Somos
influenciables por naturaleza.[1]
Con
la educación hay que preguntarse ¿quién educa a esa persona? y en el proceso de
educación ¿prevalece los intereses de la persona a quien se educa o los
intereses del educador? Evidentemente si lo que se antepone son los intereses
del educador y se pretende conseguir un ciudadano agradable y dócil, entonces
sí, de ahí proceden las acusaciones del lavado del cerebro porque es un proceso
negativo.
En
cambio si lo que se intenta inculcar es el pensamiento crítico, detenerse a
pensar y ser un poco escéptico, comprender cuándo es mejor formular una
pregunta y cuándo es mejor dejarlo correr. Enseñarle, darle un poco más de
capacidad crítica para ahondar en las cosas. Si se hace eso, eso no es un
lavado de cerebro, de hecho es todo lo contrario.[2]
Fuente:
Documentales
del programa redes